Recibo con alborozo la noticia de la concesión de este premio a Antón Castro. Justo y merecido. Tengo el gusto de conocerlo personalmente, de haber leído algunos de sus libros, su blog y siempre acudo a la presentación de sus libros cuando viene a Barcelona.
El periodista aragonés de origen gallego Antón Castro (A Coruña, 1959) ha sido galardonado con el Premio Nacional de Periodismo Cultural, dotado con 20.000 euros, por su "destacada" labor en los medios, tanto de prensa escrita como en el programa televisivo "Borradores", de Aragón Televisión. Castro dirige en la actualidad los "Encuentros" literarios que se celebran anualmente en Albarracín. Además, parte de su obra literaria se ha inspirado en temas y personajes relacionados con la provincia de Teruel, a la que está muy vinculado tanto él como su familia. El jurado del premio ha reseñado también la actividad llevada a cabo por Castro en los últimos años, "tanto en su blog como en su perfil de redes sociales, medios empleados por el galardonado al servicio de la difusión de la cultura".
Además de diversas obras como poeta y narrador, tiene en su haber libros de periodismo cultural, como "Veneno en la boca", formado por un conjunto de entrevistas con grandes representantes de la literatura y la cultura aragonesa.
Reproduzco parte de su última entrada en su blog que recomiendo encarecidamente
AUTOBIOGRAFÍA SOBRE DOS RUEDA
Antón CASTRO
Mis dos primeros recuerdos están vinculados a la bicicleta. Mi padre, que iba en bicicleta al trabajo a las canteras de A Grela, A Coruña, me sentó en el transportín y me llevó a la casa en A Maceira donde había servido desde los ocho años hasta su servicio militar en Melilla. Fue un viaje increíble: de vez en cuando giraba la cabeza y me preguntaba si todo iba bien, si me gustaba que me diese el viento en la cara y si no tenía miedo. Claro que lo tenía pero creo que no se lo dije. Cuando llegamos todo me pareció extraordinario: me presentó a aquella gente, que eran sus segundos padres, y entramos en una especie de cobertizo donde había una mujer loca que se alegró mucho de verlo. Mi padre, que era más bien lacónico, me dijo: “Esta es la hermana enferma que me dio la vida en una casa ajena”. No sé si la frase es un recuerdo inventado, pero sí percibí cómo mi padre la trataba con inmensa dulzura, cómo se dejaba arrullar por una voz que parecía un llanto sordo o una acumulación caótica de sonidos intraducibles como ayes de cristal. Aquella joven, nunca supe su nombre, vivía recluida en una suerte de establo que tenía un camastro. Después, mi padre me enseñó la huerta, los campos de siembra y algo que siempre me ha gustado mucho: el hogar, con sus cadieras y una chimenea inmensa, donde se colgaban los jamones.
Pocos días después volvió a subirme a su bicicleta y me llevó a casa de mis abuelos maternos. Conservo recuerdos borrosos, vi el precioso hórreo con vistas sobre el valle de Larín. Se torció todo muy pronto: mi padre y mi abuelo se pusieron a discutir. Y yo me eché a llorar, agarrado a la falda de mi abuela Pilar. En un determinado momento, cuando las voces se habían vuelto airadas, como si fueran a pegarse, creo que dije: “Papá, vamos a casa”. Me sentó de nuevo en el transportín y se puso a pedalear. El trayecto de vuelta era más difícil, con cuestas, y empezaba a caer la noche. A lo lejos, cuando salíamos a un claro del bosque, se veía el mar. El mar de Barrañán, desdibujado en la lejanía bajo las últimas luces del crepúsculo. Con el miedo en el cuerpo, me agarraba a mi padre. Ninguno de los dos decía nada. Jamás me volvió a llevar en su bicicleta. Si le pedía que lo hiciera, su respuesta siempre era la misma: “La bicicleta no es para jugar. Es como la pota de la comida: un instrumento de trabajo. Recuérdalo bien”.
Desde luego. Pronto, un domingo por la tarde, tuve una visión que entonces, y aún hoy, me parece insólita. El C. F. Peñarol, de Lañas, que así se llamaba mi pueblo que contaba con una pequeña estación de autobuses y varios molinos de agua, recibía al Penouqueira, de Arteixo, la localidad de Arsenio Iglesias y de Inditex. Y de repente, media hora de antes se iniciase el choque, empezaron a llegar ciclistas y ciclistas, chicos jóvenes un poco mayores que yo del pueblo vecino: todos venían envueltos en impermeables de colores, verdes y amarillos, sobre todo; no tardaría en saber que se los habían hecho ellos mismos o sus madres. Tuve la sensación de que eran extraterrestres o astronautas o aparecidos de una tarde de llovizna. Esa imagen no se me ha borrado de la cabeza. Me di cuenta de que para ellos la bicicleta no era exactamente un instrumento de trabajo. O quizá sí: era una máquina para pasear, para llegar a los sitios, para divertirse, y podía disfrutarse así, con un protector contra la tormenta o el orballo.
No tuve bicicleta en la adolescencia. Mi padre, que era temeroso, siempre tenía la misma respuesta: “¿Para qué la quieres? ¿Para matarte?”. Sin embargo, aprendí a montar pronto y los gemelos Dubra, que tenía una roja y una azul, me dejaban una de las suyas. Era extraordinariamente feliz. Por entonces ya amaba el ciclismo e iba siempre, a través de la radio y la televisión, con Eddy Merckx, pero también con algunos ciclistas más modestos: José Luis Abilleira, en la montaña, o José Pesarrodona, buen contrarrelojista. Lo que hacía, montado en la bici, era radiar etapas del Tour o de la Vuelta. Pedaleaba, por el llano o por la montaña, y hablaba y hablaba sin parar: Merckx corona en Mont Ventoux, Ocaña lo pierde todo en una caída, Joop Zoetemelk y Raymond Poulidor rivalizan en la subida a Val Louron. Aquellas carreras en solitario se parecían mucho a la alegría. Luego, apostado en un rincón del campo de fútbol, Barral, el sabio de ciclismo, explicaba el secreto de las escapadas, de la contrarreloj por equipos o la importancia de puntuar en las metas volantes. Era su modo elíptico de realizar un análisis de la clasificación general del Tour.
He vivido en distintos pueblos de Teruel: Cantavieja, “la bienamada de Cabrera”, Urrea de Gaén, el pueblo natal de Pedro Laín Entralgo, o La Iglesuela del Cid, donde Manuel Vicent pasó temporadas en su adolescencia. Ahí empecé a tener mi primera bicicleta. Rozaba ya los cuarenta años. Al trasladarme a Garrapinillos, un barrio de Zaragoza que está situado cerca del Canal Imperial y del aeropuerto, me reencontré con la bicicleta de otro modo. Un verano hice casi mil kilómetros. Y al siguiente, cerca de dos mil, siempre por mi entorno: Pinseque, Utebo, el Canal Imperial o Casetas, el barrio donde nació el escritor y periodista Antonio G. Iturbe.
A lomos de la bicicleta el motor eres tú mismo, la fuerza son tus piernas, la lucidez y la tranquilidad son tu estado de ánimo: el deseo de disfrutar sin aspavientos. Cuando inicié esta segunda salida, por decirlo así, al modo cervantino, me di cuenta de que quería escribir un libro sobre el paseo en bicicleta. Quería contar las sensaciones, hablar de ese dominio de los espacios y del paisaje, de los olores que te invaden, de lo que ves (las piscinas, los jardines, las fincas de maíz, los senderos que van y vienen, las higueras del camino que te ofrecen sus frutos y una promesa de sombra), quería hablar de esa impresión de esa sensación de gozo absoluto, de dominio. Con o sin cansancio, se agudizan la sensibilidad y el instinto de observación. Sobre el sillín el mundo uno se ve de otro modo: el paseo es la metáfora del movimiento, de la vida. Tiene algo de conquista del aire y de uno mismo. El esfuerzo es gozoso y estimulante: te llevas a ti mismo. Y todos tus sentidos se abren y se disparan en mil direcciones: te conviertes, de entrada, en un coleccionista de paisajes, en un fotógrafo que compone un sinfín de instantáneas imaginarias, experimentas un sentido de la libertad casi inefable. La libertad, pura y primitiva, también es eso: pedalear, recorrer kilómetros, adueñarte de los relieves de la calzada, pugnar contra uno mismo, querer ir más allá casi siempre. Querer ir. En la bicicleta se ensancha la imaginación y se piensa, se redactan aforismos mentalmente, se escriben los primeros poemas.
Como tenía en la cabeza la idea de escribir un poemario, en verso y prosa, surgió casi con espontaneidad. Un día, a orillas del Canal Imperial, pescaban un padre, escritor y pedagogo, Víctor Juan Borroy, y su hijo Guillermo. Me paré a saludarlos, sin saber que de ese encuentro iba a nacer el primer poema, el arranque de todo. Víctor me habló de Ramón Acín, el pintor y escultor anarquista que expuso en Barcelona en los años 30, y conté su historia: la relación con sus hijas, con su mujer Conchita, pianista y tenista en Huesca, y con el perro Toby.
Todos los días, como si estuviera iluminado por dentro, regresaba a casa con un poema en potencia: con un poema en verso o prosa, con una historia (que a veces nacía de la contemplación de una casa abandonada o de una amazona que intentar dominar una hermosa yegua en un picadero), con una intuición, con una inquietud. Así, a medida que redondeaba la autobiografía del ciclista de verano, también descubría vínculos de otras criaturas con la bicicleta: la cantante Nico, que murió a consecuencia de una caída; Pierre y Marie Curie, que hicieron su luna de miel en bicicleta por los caminos y las carreteras secundarias de Francia; el escritor Horacio Quiroga; el ciclista rebelde Laurent Fignon, el realizador Jacques Tati, que hizo una película inolvidable como Día de fiesta, protagonizada por un cartero en bicicleta. Así nació uno de los libros de mi vida: El paseo en bicicleta (Olifante, 2011). Contiene, también, mi declaración de amor a Zaragoza, la ciudad que me acogió en 1978.
La bicicleta le ha dado alas a mi imaginación. Le ha dado alas a mi fantasía. Y a la vez es algo muy cotidiano: encarna el movimiento, una velocidad más o menos sensata, y la medida de mis posibilidades. Es un lapso de intimidad muy particular: vas contigo y con tus pensamientos, y estás en el mundo. Te buscas y te encuentras. Pareces decirte: “Allá voy con la certeza de que la meta / está cerca o muy lejos: / sobre mi piel o enterrada / en un misterioso cuarto de mi sangre. / Allá voy y a mí mismo me persigo”. A lo lejos, en los días de nitidez, ves la cumbre del Moncayo que inspiró a Antonio Machado y a Gustavo Adolfo Bécquer. Piensas y recuerdas. Escarbas en tu propia memoria. Sueñas con los ojos muy abiertos. Me gustan más las pequeñas subidas que los descensos. Ahí, con sacrificio y dolor, el ritmo depende de tus fuerzas. Te mides. En los descensos, todo es más ingobernable y a la vez ese descontrol resulta fascinante: se saborea más cuando no tienes miedo y te dejas ir, a tumba abierta, seguro, confiado, con una peligrosa y temeraria felicidad dibujada en el rostro. Descender bien es un arte.