Miguel Mena es un escritor, periodista y locutor de
la Cadena Ser de Zaragoza. En Aragón, sobre todo, goza de un merecido prestigio. Hace tiempo, y junto con su compañera, Eva Hinojosa,
me hicieron una entrevista radiofónica a
propósito de este blog. Hoy, Miguel Mena publica en Facebook una carta que dedica a su hijo, Daniel, con
motivo de su 18 aniversario. Se trata de una carta conmovedora que hace
reflexionar mucho y que te reconcilia con la condición humana. Aquí está:
Daniel cumple hoy 18 años. Llevo
meses pensando en ello y siento cierta necesidad de compartirlo.
Es una barrera simbólica: la mayoría
de edad, el derecho al voto, el carné de conducir, el final o el principio de un ciclo de
estudios. Nada de eso le preocupa a Dani. Seguirá en el colegio donde entró a
los tres años y sus ilusiones permanecerán centradas en las pequeñas cosas que
le divierten y en dar y recibir muchos mimos.
Tener un hijo
con una enfermedad rara y discapacidad intelectual no es precisamente una
juerga, pero puede ser fuente de conocimiento, de reflexión y de valorar cosas
que sin él no te habrías planteado.
Cuando nació Daniel yo estaba preparado para lo peor. No era pesimismo, era prevención y conocimiento de las estadísticas. A veces pasa, y asumía que podía pasarnos a nosotros, pero nació aparentemente sin problemas y pronto olvidé aquellos temores. Nueve meses después nos hablaron de una cierta lentitud en adquirir habilidades, a los catorce meses definieron el problema como un retraso mental ligero y a los diecisiete el diagnóstico era mucho más severo: Síndrome de Angelman.
Mercedes fue muy
valiente y lo asumió desde el principio. Yo llegué a sentir que Daniel era otra
persona; como si un ser extraño hubiera ocupado el lugar del niño que hasta
entonces conocía. No sé cuánto tiempo me costó aceptar la realidad, pero fue
largo, doloroso y me temo que injusto y amargo para quienes me rodeaban.
Ahora no podría
imaginarlo diferente a como es, un adolescente que, con su metro ochenta de
estatura, se te echa encima, te abraza y, sin hablar, reclama besos y caricias,
además de cosas más prosaicas, como sus galletas, sus revistas, sus programas
favoritos de televisión o su tablet, a la que ahora anda enganchado.
Su familia y
todos los que le tratan a diario tenemos la certeza de que es feliz y en ese
sentido, por la transparencia con que lo manifiesta, nos sentimos muy
afortunados. Personalmente, a veces siento algo de melancolía porque me
gustaría verle descubrir los libros, la conversación, los viajes, la montaña,
el enamoramiento o el sexo; a cambio envidio su amor incondicional, su
despreocupación por los azares de la vida, su capacidad para acomodarse a todo
y su facilidad para disfrutar con lo mínimo.
Lo he dicho
muchas veces: Daniel no da pena, da mucho trabajo, y con eso hay que aprender a
convivir y asumir que a menudo también necesitas descansar de él; pero pena,
ninguna. Su presencia es benéfica y, como dice una amiga, sus abrazos son
curativos.
Por supuesto, me encantaría que los avances médicos mejoraran sus problemas neurológicos, pero, salud aparte, pienso que si mañana me dijeran que habían inventado una pócima maravillosa, capaz de actualizar su desarrollo intelectual al nivel que se supone para un chico de 18 años, sufriría un dilema ético. Creo que eso no le garantizaría nada mejor de lo que tiene, dudo que tuviéramos derecho a intervenir en su acusada personalidad y sospecho que no podríamos imaginarle convertido en alguien distinto a quien ya es, porque todos a su alrededor echaríamos de menos al Dani que ya conocemos.
¡Feliz
cumpleaños, amiguito!